Una tierra oscura y compacta, casi cerámica negra y voluptuosa, irremediablemente ondulada, inevitablemente mustia. Sobre ella, una casa de tablas anchas y latas de un tornasolado herrumbre. Esa era su casa. No llamaba la atención, era como tantas otras casas del barrio. La única diferencia era ese silencio surcado por los maullidos del asma de la mayor.
La menor era fuerte y ligera, escurridiza y bromista. Ambas eran inteligentes, cada una a su modo. La mayor era una calculadora viviente, la menor leía con voracidad. Ambas se negaban a sucumbir al modus capitalino para las niñas. Una especie de código machista que se imponía ya como usanza Josefina.
El padre casi no estaba en casa. No por trabajo, sino por falta de él. Su caminar lastimero se unía al grito mudo de los cansados. Aún desde lejos se le veía cargar con un costal invisible sobre sus hombros, mas preocupados que ocupados.
La ceniza caía cansada y cansina. Una especie de nieve gris y tibia que se colaba por todas partes, o se acumulaba en los techos, en el zinc, taqueaba las canoas, hacía colapsar los desagües y mantenía enferma a la mitad de la población.
Cientos de transeúntes deambulaban a cara cubierta. Los ojos rojizos y el pelo forzosamente canoso. Se hablaba de unas 30 personas fallecidas debido a diversas situaciones provocadas por la intensa y continua emisión de ceniza que, desde el 13 de marzo del 63, justo cuando llegaba al país el entonces presidente de Estados Unidos, asolaba todo el Valle Central.
Y no era el volcán el causante del “asma”, como le llamaban genéricamente a la severa dificultad que padecía la mayor para respirar. Pero con la llegada de la ceniza el Irazú se había transformado en el mayor enemigo de sus pulmones.
El país ya gozaba de una bien organizada Caja Costarricense de Seguro Social, constituida formalmente en 1943 mediante una reforma al artículo 63 de la Constitución Política. Sin embargo los médicos no daban con un diagnóstico. Todos y cada uno de los tratamientos habían fallado. No había mejora.
El padre cada día caminaba cargosamente, como aletargado, hasta lograr ganarse algún que otro “cinquito” limpiando canoas, techos, caños, patios y casas. A pesar de tanta ceniza, no siempre conseguía trabajo.
Hasta el día anterior a la erupción del volcán, San José era considerada la ciudad más limpia de América Latina, pero todo cambió radicalmente. También le cambió todo al vecino del frente. Un día, mientras deambulaba por el Mercado Central, tuvo que comprar un sombrero de paja para protegerse de las cenizas. Pronto se dio cuenta que en medio del desastre natural había una oportunidad de oro para un negocio: sombreros y escobas (hechas de madera de mijo). A partir de ahí y hasta el día de hoy, el vecino del frente y sus descendientes no volvieron a tener estrecheces económicas.
En la casa escaseaba de todo. Y sí, había hambre y angustia. Malas noches y mucha desesperanza. La salud de la mayor parecía deteriorarse a la misma velocidad que se volvían a llenar las calles de la insistente nieve gris.
La menor parecía ajena a toda desesperanza. Una alegría rebelde la constituía. Parecía enajenada, distraída, siempre con un libro y una sonrisa. A fin de cuentas, era demasiado joven para intuir la precariedad de su familia y lo incierto del futuro.
Salía a eso de las 10 de la mañana, sigilosamente, hacia donde nadie sabía. Y regresaba justo a las 11, a la hora de la comida, con la salmodiada pregunta: ¿Qué hay hoy de almuerzo? Nunca había respuesta. Los platos siempre estaban puestos y una especie de comal ardiente contenía lo que muchas veces sería la única comida del día.
Ya en el plato el alimento parecía aún más triste y pequeño. Una solitaria bola de carne grisácea y aceitosa. Muchos huesecillos y una que otra pluma. No había preguntas. Cada quien comía con mucho cuidado hasta dejar el plato lleno de huesos limpios.
Los pajaritos fritos no tenían mucho sabor, tampoco terminaban nunca de llenar el estómago. Pero eran gratis y era lo que había casi siempre. Subir a los techos y limpiar los patios permitía al padre asaltar nidos y cazar pájaros. Los huevos eran lo mejor, una especie de manjar que veían de vez en cuando.
Ultimamente se hablaba mucho de Dios y del diablo en la mesa. Mientras del comal brotaba el almuerzo, el padre murmuraba una ininteligible oración. Seguidamente decía que tenían que llevarla, a la mayor, donde el pastor para que le oraran “a ver si acaso” — remataba con poca fe.
Otras veces se negaba rotundamente a creer en ningún religioso. Sabía que muchos hacían inmisericordes comentarios acerca de la enfermedad de la mayor. Para unos era una posesión demoniaca, para otros un pecado oculto, para estos una maldición, para aquellos pura falta de fe.
Pero nadie estaba bajo ese techo, cada día, cada noche, cada angustia, cada sollozo. Cada vez que la tez marmórea se tornada azulada, morada y, finalmente gris, y sus ojos se entornaban tremendamente hasta quedar rígida e inerte por unos instantes mientras todos corrían y gritaban sumidos en la imposibilidad.
Nadie sabía de las largas noches en vela, mientras vigilaban la respiración, el ritmo, el estridor, la flema, el grito. Porque la crisis llegaba siempre irreverente e intempestiva.
Pero un día hubo fiesta. Una fiesta sin pastel ni globos. La menor había regresado con una sonrisa inusual. A las 11 en punto entró saltando y cantando, no preguntó por la comida, sino que siguió hasta la habitación de la mayor. La enderezó y la sentó en la orilla de la cama y le dijo que cerrara los ojos, porque al abrirlos vería que Dios es bueno. Luego corrió y un chirrido metálico inundó la casa, recorrió la sala y la cocina y se incrustó jadeante en el cuarto de la mayor.
El tanque de oxígeno era un milagro. Lloraron y supieron que Dios es bueno. Nadie hizo preguntas, pero todos respiraron mejor.
La menor, en una que fue y otra que vino, quedó embarazada. Hubo gritos, golpiza y vergüenza. Llegó la prohibición de volver a salir durante todo el embarazo. Entonces no hubo más oxígeno para el tanque que quedó como promesa rota en una esquina del cuarto.
Muchos años después el hijo rompió el silencio y soltó las palabras que siempre quiso decir. Y justo cuando creyó que había vivido suficiente como para comprender, dejó bien claro que lo de su madre nunca fue prostitución, fue heroísmo puro, al mejor estilo de Juan Santamaría, su madre, sin saberlo, fue la mejor médico de su tía difunta.