Si hay algo que nos mueve y conmueve es el amor. También nos mueven todas las ideas concebidas y preconcebidas atingentes al mismo.
Del amor, o de lo que conocemos como valores derivados del amor, se desprenden conceptos, mas o menos generalizados y aceptados, en los que nos ubicamos y en los que pretendemos ubicar a las demás personas.
Así, uno de los conceptos que hemos adquirido como norma es la idea de la caballerosidad. Esta es una idea que describe a un hombre amable, de modales respetuosos, delicado, sensible, considerado y de lenguaje refinado, incapaz de proferir una ofensa contra una mujer.
La caballerosidad -o lo que se entiende por ella- es parte esencial de lo que buscan las mujeres en un hombre, haciendo casi imposible la seducción sin caballerosidad.
La religiosidad popular ha usurpado la palabra aplicándola a Dios. Se dice popularmente que “Dios es un caballero” y, por lo tanto, reúne todas esas características descriptivas de la llamada caballerosidad.
Creo indudablemente que las características mencionadas más arriba son deseables y buenas. No obstante quisiera dar marcha atrás en la adjudicación del término “caballero” tanto aplicado al hombre como a Dios.
Octavio Paz nos ilumina al respecto (La llama doble) ilustrándonos en la interesante y entreverada historia del amor. Al llegar a la descripción del “amor cortés”, al cual pertenece a mi parecer la idea de la caballerosidad (La dama y la santa), caemos en cuenta de que hay algo no aplicable aquí.
El amor cortés nace tarde, porque el amor no siempre existió tal y como lo conocemos. La Antigüedad grecorromana pensó el amor casi como una tragedia. Esa búsqueda sufrida del andrógino por su otra mitad perdida. Sin embargo no es sino hasta el siglo XII donde aparece por primera vez la idea del amor tal y como la conocemos.
Pero ese concepto de amor no sería posible sin un conjunto de realidades tristes y trágicas. Lo primero que salta a la vista es que el amor cortés depende exclusivamente de la desigualdad social. El amor nace en un mundo de ricos y pobres como nunca antes, en la naciente Europa feudal en la que casi todos eran pobres y muy pocos eran excesivamente ricos.
En esa sociedad dolorosamente desesperada, unos pocos dueños abusivos vivían con sus excentricidades y excesos: los nobles; y un sinnúmero de personas apenas sobrevivían a los trabajos interminables, hambrientos y enfermos: los campesinos. A los primeros pertenecían los respetables caballeros, a los segundos pertenecían los sospechosos y despreciables villanos.
El amor cortés empezó a seguir la idea de los poetas musulmanes -sobre todo de Al-Andalus-, que llamaban a sus mujeres sayyidi (mi señor) y mawlanga (mi dueño), en provenzal midons (meus dominus). Así la mujer noble se configuraba en la dueña y señora de los caballeros, que se convertían en sus vasallos. La idealización de este amor cortés convertía al señor en vasallo de su dama. El vasallo sirve a su amada. Y en ese servicio aparece el grado de suplicante. El vasallo suplica por el amor.
Es extraordinario que la mujer haya sido tan valorizada durante esa época. Lamentablemente esto solo ocurrió en una minoría de mujeres pertenecientes a la nobleza. El amor cortés redimía solo a las mujeres de la nobleza, a las “villanas” las dejaba desprotegidas y a merced de la dura idea de que eran seres inferiores. Sabemos que, con todo, el amor cortés no trajo a las mujeres derechos sociales o políticos. La lucha de la mujer se debió librar durante muchos siglos más, y aún hoy continúa.
Cuando digo que Dios no es un caballero, lo afirmo teniendo todo esto en mente. El caballero era un vasallo, un servidor suplicante que sufre de amor y que se va conformando con las migajas prodigadas por la mujer. No puedo más que rechazar la idea de un Dios vasallo del hombre, que suplica su amor y que está a su entero servicio como un esclavo mal enamorado.
Notemos que la palabra “caballero” no proviene de equus, sino de caballusque describía -junto al griego kaballes– un animal de trabajo. En el inglés la palabra knight (caballero) deriva de Cnight, que describe a un sirviente.
En este punto Dios sería el vasallo (como esposo de la Iglesia) y la Iglesia quedaría extrañamente empoderada como su dueña y señora. Cosa que sucede en las actuales teologías que procuran dominar a Dios como su vasallo y servidor, reduciéndolo a un insignificante instrumento que sirve a los fines humanos. El cristiano llega a pensar que puede darle ordenes a Dios, puede reclamar, demandar, arrebatar, ordenar y hasta doblegar la voluntad de Dios. Dios no es ese caballero servil.
Y tenemos que hacer una importante diferenciación entre el “siervo sufriente” que nos redime (Isaías 53) y un esclavo servil de nuestros deseos, al estilo del genio de la lámpara maravillosa que sirve para cumplir nuestros deseos.
Este Dios no puede ser un caballero que solo redime a las damas de la nobleza. No puede ser un Dios encerrado en palacio, que se codea solo con otros de su especie. No, este Dios no es un caballero, este Dios es algo muy diferente, es algo mucho mejor que eso.
Así lo entiende Kierkegaard: “Para poder realizar la unidad con el hombre es necesario que Dios, se vuelva igual al hombre. De este modo, Dios se aparecerá igual al más pobre de todos. Sin embargo, ¿el más pobre no será, tal vez, aquél que ha de servir a los otros? Luego Dios, se mostrará en “figura de Siervo” (Fil, 2, 7) No obstante, esta figura de siervo, no es como la del rey que se disfraza de mendigo, (…) ésta es la verdadera figura: ya que ésta es la insondable esencia del amor, de querer ser -no de broma, sino seriamente- igual al amado” (Søren Kierkegaard, Migajas filosóficas o un poco de filosofía, edición y traducción de Rafael Larrañeta, Trotta, Madrid, 1999).
Si, habita en lo sublime, pero también en lo terreno. Habita en palacio, si, pero también en las villas pobres llenas de campesinos.
Isaías 57:15 “Yo habito en la altura y la santidad, pero habito también con el quebrantado y humilde de espíritu, para reavivar el espíritu de los humildes y para vivificar el corazón de los quebrantados.”
En contraste tenemos la palabra “villano” que deviene del latín villanus, que significa perteneciente a una villa, campesino, alguien que está atado a la tierra y, también, sirviente.
La pobreza se pensaba como hija de la corrupción moral. Por eso es que siempre se ha relacionado la palabra “villano” con personas con un corazón malo, ladrones, asesinos y pecadores.
Pero este Dios, que no puede ser un caballero, decidió pertenecer a la tierra llena de villanos y convertirse en villano, en habitante de nuestra villa, sin dejar de ser el Señor de todo.
Filipenses 2:5–11 Él, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomó la forma de siervo y se hizo semejante a los hombres. Mas aún, hallándose en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios también lo exaltó sobre todas las cosas y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, en la tierra y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre.
Este Dios en el que yo creo no es un caballero, no es un vasallo, hace lo que él quiere, nadie lo domina, no suplica a nadie, no es esclavo, sino que es un villano, un Dios de la villa, un emmanuel, un Dios con nosotros.