Los primeros migrantes de los que se posee alguna información, esos primeros Homo Sapiens de hace unos 60,000 años, corrieron por sus vidas, cruzaron el estrecho llamado Bab el-Mandeb-la (la entrada de las lamentaciones). Es un estrecho que separa sigilosamente África de Arabia. Una migración que inició con no muchos más de varios cientos de personas, pero que a lo largo de 2500 generaciones , logró llegar a los rincones más recónditos del planeta Tierra.
Según algunos estudiosos, actualmente hay más de 1,000 millones de seres humanos migrando de un lado al otro de la Tierra. Sin lugar a dudas, estamos ante la mayor migración masiva de toda la Historia.
Parece innegable que cuando nuestros antepasados salieron de Etiopía, hace aproximadamente 60,000 años, encontraron a otras especies de homínidos. De hecho, los expertos aseguran que el mundo estaba repleto de seres parecidos, pero diferentes (homo neanderthalensis, homo floresiensis y otros). Pero lo que más sorprende puede ser que, al encontrarse tuvieron la osadía de mezclarse, comparitr territorios, agua, comida, sabiduría y hasta creencias… su éxito parece determinar que aquellos encuentros fueron más pacíficos que otra cosa (fuera del continente africano, las poblaciones humanas actuales contienen hasta 2,5% de ADN neandertal).
¿Cuándo fue que empezamos a matarnos o a dejarnos morir para no mezclarnos ni cruzarnos más en el camino?
Al menos 100,000 personas intentan cruzar desde África hasta Arabia cada año (esto según datos de la ONU). Pero ¿cuántos de ellos lo logran? Como en un gran coto de cacería, la policía los elimina, otros mueren de sed.
Desde siempre, los seres humanos han necesitado de la acogida de nuevos territorios para sobrevivir, y aquellos otros humanos que veían llegar a los “extraños”, casi siempre los recibieron en paz. Así se forjaron las sociedades que hoy conocemos, las culturas de hoy, las religiones que hoy profesamos. No pudo, por ejemplo, haber cristianismo en Occidente sin grandes migraciones Oriente-Occidente.
No habría judaísmo sin la migración masiva de todo un pueblo recién liberado de la esclavitud en Egipto. Y no habría Islam ni cristianismo sin esa misma primera llegada de un pueblo nómada, por 40 años, que arriba con desesperación a una zona llamada “Creciente fértil”, la Palestina de antaño, parte del Israel de hoy. Tampoco habría Europa sin estas tres religiones, y sin Europa tampoco habría America tal y como la conocemos. La Historia con sus migraciones y sus conquistas, entre las necesidades y la tragedia del egoísmo.
Hacia finales de 2013 la catastrófica guerra civil de Siria había desplazado a unos nueve millones de personas (hombres, mujeres, ancianos y niños). De acuerdo con los datos del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), entre 3,000 y 6,000 personas abandonan Siria cada día.
Actualmente en Europa se vive la mayor oleada migratoria desde la Segunda Guerra Mundial, y eso es decir mucho. Solo entre el 1 de enero y el 1 de septiembre de 2015, al menos 351,314 personas han llegado a las costas europeas. En lo que va de este año, más de 2.500 personas han muerto tratando de cruzar el Mediterráneo, según ACNUR.
El mar Mediterráneo hoy escupe niños ahogados, los niños de la nueva gran diáspora, los niños que el mundo de hoy, este mundo Occidental que se denomina mayormente cristiano, les niega sistemáticamente la opción de vivir.
“Y no angustiarás al extranjero; porque vosotros sabéis cómo es el alma del extranjero, ya que extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto.” (Éxodo 23:9).
Se exacerban los nacionalismos, la xenofobia, los miedos infundados, se cae el mito de las “fronteras abiertas” de Europa, el mundo entero huye y se refugia. Unos huyen para refugiarse, del hambre, de la muerte, del dolor (con dolor); otros solo se refugian en sí mismos y en sus propias fronteras para no “padecer” el cáncer de los que vienen de afuera. Para no sufrir la “pobreza” de los que huyen. Que mueran, que se ahoguen, que mueran de sed, de hambre, de miedo, a palos, a balazos, perdidos y olvidados, pero que no invadan nuestra paz y bienestar. Esa “paz” y ese “bienestar” construido palmo a palmo a punta de la riqueza robada, justamente, de las tierras de donde huyen los que huyen para vivir.
«Hay que recuperar, mantener y transmitir la memoria histórica, porque se empieza por el olvido y se termina en la indiferencia» Nos dice José Saramago. Y la nicaragüense Gioconda Belli nos abofetea la hipocresía diciendo: “La solidaridad es la ternura de los pueblos”. Se nos fue la ternura, hoy somos piedras.
Pero aún queda esperanza. Hoy está germinando una incipiente red de personas, familias, casas que ofrecen su ayuda para darle la bienvenida (y más que eso) a los que vienen de allá. La alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, promueve también la creación de una red de “ciudades refugio” donde se abran plazas de acogida.
Luego de ver tantas noticias, luego de sufrir las fotografías que cruzan las redes sociales, llenas de personas flotando ya sin vida en el ahora nefasto Mediterráneo, me pregunto ¿qué puedo hacer yo desde Costa Rica? Un simple costarricense, que vive lejos del Mediterráneo. Pues bien, creo que lo primero que debo hacer es abrir bien los ojos, porque aquello que pasa en Europa, lleva tiempo de estar sucediendo entre mis hermanos centroamericanos. Niños que se van solitarios hacia un Norte mortífero, a través de un camino infame y en medio de seres humanos que los convierten en mercancía. Adultos, jóvenes, mujeres todos arriesgando la vida. Familias fragmentadas, cientos de desaparecidos y una sociedad impasible, insensible. Empecemos por aquí nosotros, amemos y recibamos sin miedo a los que vienen a evitar el hambre y la muerte.