En la vida he cometido muchos errores. Son tantos y tan variados que me costó mucho elegir uno solo. Resulta complejo elegir cuál de todos es el más grande error en lo que llevo de vida. Los tengo de muchas clases y tamaños. La mayoría dolorosos y vergonzosos. Durante mucho tiempo pensé que lo que mejor podía hacer con ellos era mandarlos al olvido, encerrarlos con llave en el fondo del pasado y no volver a ellos nunca más. Pero de vez en cuando me gritan fuerte desde su encierro ancestral, los escucho moverse como mascotas que rascan la puerta por las noches.
Los errores que más oculto son los que asocio con sentimientos de ridículo.Por ejemplo aquel vergonzoso día en que la Selección de Costa Rica le ganó a la de México y nos fuimos todos a celebrar. Como de costumbre miles de personas se aglomeraron frente a Río, un restaurante ubicado en San Pedro. Estábamos de pie, en el tumulto efervescente que coreaba fraternalmente los consabidos “oéoéoé ticos ticos”. Estábamos en lo mejor de la cantata triunfal cuando algún amigo de un amigo pasó haciendo escándalo con su jeep descapotable y como por arte de magia, sin una señal certera, todos corrimos hacia el vehículo que seguía en marcha. Yo llegué de ultimo y ya no había sitio, me aferré a uno de los tubos negros del jeep y di un salto incrédulo con la poca fe de caer dentro, en algún rincón milagroso del carro. No sucedió, sino que justo cuando salté, el vehículo aceleró. Mi mano sostenida del tubo hizo que yo también tomara velocidad. No había caso, tenía que soltarme con la certeza del desastre. Volé por los aires y caí estrepitosamente al pavimento. Cientos de ojos expectantes observaron mi aterrizaje, mi fallido salto hacia el carro lleno de banderas y mi posterior andar renqueante y solitario de regreso a casa. Desde entonces no hago más corridas irreflexivas, en pos de grandes emociones, ni salto solo porque los demás saltaron. Desde entonces no me preocupa quedarme celebrando solo. Estos errores nos enseñan a tenerle miedo al ridículo. El antídoto: Recordar que desde Noé para acá, todo camino hacia el triunfo parece empedrado de ridículo.
Los errores que más gruñen desde el cajón son aquellos que han producido en mí un sentimiento de fracaso. Los que fueron guardados con cara de frustración. Estos hacen mucho ruido por las noches o cada vez que se me ocurre intentar algo nuevo, cada vez que asumo un reto, un proyecto o una idea. Como mi primer trabajo de repartidor de pan por las madrugadas, que terminó cuando me quedé dormido mientras conducía el carro repleto de bollos, baguettes y ciabbattas, y choqué contra un camión ganadero. O, mucho antes, cuando fui por tercera y ultima vez a la prueba para ingresar a la escuela de futbol de Córdoba. Con mi pantaloneta roja, mis medias altas y mis “tacos”(zapatos para jugar futbol), y por tercera vez me dijeron que no, con el añadido: “No vuelvas a intentarlo”. O cuando el profesor de música de la escuela Santuario de la Fuensanta de Córdoba hizo una audiencia para el coro navideño y me presenté con aplomo. Está de más decir que no fui admitido para cantar. O cuando corrí en aquella carrera de 5 km y pensé que había llegado entre los primeros y alcé los brazos al cruzar la meta sintiéndome campeón solo para comprobar instantes después que la fila para recoger la fruta era casi interminable. Estos errores no me avergüenzan, pero ellos intentan cohibirme, inhibirme o simplemente gritan advertencias todo el tiempo. Los errores frustrados provocan miedo al fracaso. El antídoto: Recordar que cada persona que cruza la meta de primero, la ha cruzado cientos de veces de segundo, tercero o de ultimo.
Hay unos errores que no producen ruidos en su cajón. Estos son los que han producido en mí un sentimiento de arrepentimiento. Los errores anteriores suelen hablar muy fuerte porque saben que son producto de muchas circunstancias, se ufanan de la “mala fortuna” que han tenido, son ciertamente excusables si se quiere. Pero esta ultima clase de error se sabe absolutamente responsable. Ninguna circunstancia externa desencadenó los hechos, toda la responsabilidad recae sobre mi persona. Estos errores son los que más duelen, los que más lágrimas arrancan o los que más enojo conservan. Vale decir que son los que más pérdidas emocionales acarrean, una ruptura de pareja, la pérdida de un amigo, la distancia con un hermano, el silencio de un hijo. De estos errores colecciono varios. Los errores mudos provocan arrepentimiento. El antídoto: Armarse de valor, perdonarse a sí mismo. Armarse de coraje y pedir perdón.
A decir verdad, después de todas las fortalezas que me han dejado los errores anteriores, mi mejor error es el que aun no he cometido para alcanzar mis metas.
Después de todo, debemos saber que nunca estamos más cerca del verdadero fracaso como cuando dejamos de cometer errores cotidianos.