Abdel Ghaffá se llamaba mi amigo musulmán. Se convirtió en compañero inseparable de innumerables aventuras. Abdel era un niño despierto, avezado en supervivencia y en religión. Recuerdo que una de las cosas que más me impresionaba de mi amigo era que siempre hablaba de su dios, que era “clemente y compasivo”. Este dios parecía ser muy distinto al mío. Abdel me hablaba de su dios con un sentido de amor y de reverencia que yo no tenía. También, a su corta edad, conocía textos completos de su libro sagrado. Podía recitar una aleya prácticamente para cada situación, incluso para contar chistes.
Mi Dios, en cambio, solía tener una cara seria y un rictus estricto. Así lo había percibido yo hasta ese entonces. Yo también sabía algunos versículos de la Biblia, pero no eran suficientes. Junto a mi amigo musulmán supe que mi conocimiento del Dios de mi familia y de su libro sagrado era raquítico y desinteresado. Sentía que cuando Abdel hablaba de su dios, lo hacía con alegría. A él le enseñaban a conocer a Aláh como si de un amigo o un poeta se tratara, mientras que a mí y a mis amigos cristianos nos enseñaban a conocer a Dios como si de atarnos los cordones de los zapatos se tratara.
Un día me contó que su nombre significaba: “Sirviente del que te perdona”. Este era un niño que había aprendido el significado del verbo “perdonar”. Caminábamos ufanos, nos dirigíamos hacia el cementerio de Córdoba. Era un cementerio muy antiguo y lleno de curiosidades. Nos habían contado que en una lápida se podía ver el esqueleto de una rana en un frasco de vidrio. Queríamos verla, queríamos averiguar por qué la habían dejado ahí, ¿Quién era el hombre que yacía en esa tumba?. Nuestro recorrido estaba revestido de misticismo. Esa misma noche íbamos a intentar ver el Cometa Halley, en lo que se consideraba iba a ser el mayor espectáculo astronómico del año. Era el 11 de Abril de 1986.
Al llegar al cementerio nos quedamos en silencio por unos minutos. No sabíamos por dónde buscar y nos daba vergüenza preguntar. Intuitivamente anduvimos por entre las lápidas y las fosas. En un giro que no sólo fue geográfico sino también emocional, ambos nos detuvimos frente a un espacio cercado, era una especie de sección apartada, sus tumbas eran más sencillas, descoloridas y escasas. Un letrero indicaba que era la “Sección protestante”. Yo me sentí aludido y triste. ¿Por qué hay un rincón aparte para los protestantes?. La tristeza nos invadió a ambos, dos niños de pie, observando el infame rincón mortuorio al que eran confinados los que no profesaban la religión oficial del pueblo, al lado se podían ver tumbas no cristianas. No sabíamos cómo, pero habíamos llegado a la esquina de los difuntos impuros o infieles, que, ni siquiera en su condición de difuntos, poseían los mismo derechos. Este descubrimiento nos hizo entender dos cosas: En primer lugar entendimos que si moríamos, iríamos a parar a ese rincón, entendimos que, a los ojos de muchos, no éramos iguales, no poseíamos los mismos derechos, no éramos puros. Lo segundo que descubrimos es que esto nos unía de una forma especial. Un evangélico centroamericano y un musulmán, hijo de inmigrantes qataríes, habíamos traspasado ya todas las barreras étnicas y religiosas, más allá de la amistad, ahora esto nos hermanaba.
Descubrimos, en lo sucesivo, que su Dios se parecía más al mío de lo que nos habían contado nuestros padres y disipamos ese fantasma ancestral que dibuja al diferente, al otro, al de otra religión, como enemigo o como ser inferior.