Hay un orgullo cristiano super nocivo. Es el orgullo de creer saber qué es lo que piensa Dios, qué es lo que acepta Dios, qué es lo que ama u odia Dios, qué es lo que enoja o enternece a Dios. Al parecer, si sabemos todo lo que hay en la mente de un Dios infinito, debe ser que somos dioses.
Ese orgullo cristiano endiosa hombres, produce ídolos que se presentan con muchos nombres (apóstoles, profetas, patriarcas…)
Es el mismo orgullo que receta a Dios pastillas de chiquitolina, lo reduce a un ser manipulable, abarcable, finito, predecible, domesticado.
Así como muchas otras religiones adolecen, con humildad delante de sus deidades, de tan nefasta ínfula, ese orgullo cristiano no deviene de un conocimiento profundo del Ser Supremo, todo lo contrario, es la evidencia que grita su ignorancia del mismo.
«Videmus enim nunc per speculum in aenigmate, tunc autem facie ad faciem; nunc cognosco ex parte, tunc autem cognoscam, sicut et cognitus sum.» (1. Cor. 13:12)