DIEZ AÑOS DE FRANCISCO, UNA REFLEXIÓN

DIEZ AÑOS DE FRANCISCO, UNA REFLEXIÓN


Jorge Mario Bergoglio, papa Francisco, celebra 10 años de pontificado. Primer papa jesuita, primer papa argentino, primer papa americano, primer papa castellanohablante y, hasta donde sé, primer papa que preside el funeral de su predecesor.

Pero todo aquello son solo datos curiosos, casualidades o simples apuntes superficiales. El cardenal Bergoglio se convirtió el 13 de marzo de 2013 en el pontífice número 266 de la iglesia católica romana, sucediendo al alemán Benedicto XVI, quien fue -siguiendo con los apuntes superficiales- el primer papa que renuncia desde la Edad Media.

«Se siente como si fuera ayer» confesó Francisco hace pocos días en un podcast difundido por el medio pontificio Vatican News. Y es cierto, 10 años parecen pocos teniendo en cuenta la cantidad aplastante de reformas que necesita la Iglesia. Francisco ha hecho movimientos arriesgados y valientes, como con la gestión económica del Vaticano o los pesados manotazos contra los abusos sexuales o las sectas intestinas de la comunidad catolicorromana. O en sus criticas al neoliberalismo, el capitalismo o el neocolonialismo occidental. Pero también ha tomado decisiones titubeantes, blandengues o ha emitido frases de timorato sobre el celibato, las mujeres en la Iglesia, o la comunidad LGBTI.

Valientes han sido sus pasos hacia la sinodalidad, valiente ha sido su encíclica  Laudato Si: sobre el cuidado de la Casa común. Y valiente ha sido su apoyo al camino del diálogo ecuménico e interreligioso.

Durante la década bergogliana se incrementó notablemente el diálogo interreligioso, sobre todo con el islam. En una carta publicada por Vatican News, el jeque Ahmed al-Tayebal elogió los esfuerzos del papa para «construir puentes de amor y fraternidad entre todos los seres humanos». 

Pero también se han estrechado los lazos con las iglesias ortodoxas, sobre todo con el patriarca ecuménico Bartolomé, y con la iglesia anglicana a través del arzobispo de Canterbury, Justin Welby,

El papa tiene aún un largo y tortuoso camino por recorrer si quiere dejar una iglesia reformada desde su corazón.

En el año 3 de su pontificado fui invitado, junto a otros líderes y teólogos, a una audiencia papal en el Vaticano. Fruto de aquella experiencia escribí una crónica que fue publicada en mi libro PARADOXA. A 7 años de aquella experiencia y en el marco del décimo aniversario del pontificado bergogliano, quiero compartir, de forma integra, aquella crónica papal llamada FRANCISCUS.

FRANCISCUS
ROMA

“¡Qué manera tan bella y profunda

de narrar una experiencia!”

– Alfonso Chase

VIA DELLA CONZILIACIONE

La Guardia Suiza permitió sin vacilar que el vehículo entrara a la Ciudad Estado del Vaticano. La furgoneta negra, propiedad del Pontificio Concilio para la Unidad de los Cristianos avanzó confiadamente, Vaticano adentro, hasta culminar en una gran plaza. Llovía levemente sobre Roma. Frente a nosotros el Palacio Apostólico, el Palacio de los Papas. En él han habitado y reinado por siglos los líderes supremos de la Iglesia romana.


La noche anterior, habíamos recibido la notificación de que seríamos recogidos por los personeros del Pontificio Concilio para la Unidad de los Cristianos, justo en la significativa Via della Conciliazione (Vía de la conciliación). Una avenida de 500 metros de longitud que conecta la Plaza de San Pedro con el Castel Sant’Angelo en la ribera occidental del río Tiber. Fue construida entre pugnas y altercados políticos luego de que el Papa Pío IX declarara sentirse un prisionero en el Vaticano. Esta frase fue dicha en el contexto de la ocupación que sufrió el Vaticano por parte del Reino de Italia durante el siglo XIX. ¿Se sentirá Francisco prisionero en el Vaticano? ¿O se sentirá prisionero del Vaticano?


Yo pensaba continuamente en la elección del lugar para el primer contacto, podría ser un sitio elegido al azar, por comodidad o cercanía, eso es cierto. Pero ¿y si encerraba, más bien, una elección completamente intencionada, por parte de nuestros anfitriones? La conciliación podría ser un mensaje, una especie de consigna, una clave. Entonces decidí creerlo: La Via della Conciliazione era una clave hermenéutica mediante la que deberíamos interpretar todo lo que acontecería en los días siguientes.


Llegamos con aplomo a la Avenida y, con una puntualidad asombrosa, vimos aparecer la furgoneta vaticana debidamente rotulada. De ella descendió con cierta dificultad Monseñor **. Apoyaba su cuerpo en un paraguas negro que manejaba ágilmente con su mano izquierda. A primera vista parecía un débil y octogenario religioso que caminaba con cierta dificultad.


A mi me pareció haberlo visto antes, quizás era solo mi imaginación, pero dos días atrás yo contemplaba detenidamente, entre empellones y llamadas de atención: “¡No cameras!, ¡no pictures please!”, los frescos de la Capilla Sixtina, la capilla de la Basílica de San Pedro. Ese día cientos de visitantes de todas partes del mundo deambulaban erráticamente por los entresijos que dejaban las personas, todas con la mirada extasiada y el cuello incómodamente retorcido, apuntando hacia la famosa bóveda. Pero no hace demasiado, justo el 13 de marzo del 2013, esta misma capilla, con estos mismos frescos, estaba cerrada a cal y canto, conteniendo al Cónclave del Colegio Cardenalicio para la elección de un nuevo Papa. La Sede de Pedro no se encontraba vacante esta vez, la Iglesia aun contaba con un Papa vivo. Una suerte de cesación voluntaria que, sin embargo, no implicaba dejar de ser Papa. Benedicto XVI contemplaba a la distancia el abrumador despliegue noticioso de la elección de su propio sucesor. A mí me pareció ver al hombre del paraguas. Casi estaba seguro de que era él, o alguien misteriosamente parecido ¿Cuántos hombres se parecerán a él dentro de la Ciudad Pontificia? Un paraguas en la mano, dentro de la Capilla Sixtina, eso me llamó la atención. Sobre mi cabeza el maravilloso “trasero blanco” del Dios creador del sol y la luna, que se gira violentamente luego de proferir la orden para que aparezcan las dos lumbreras mayores (Génesis 1:16), dejando al descubierto el voluptuoso e increado espacio existente in posteriori parte spine dorsi. Intuí el diálogo teológico en la cabeza de Miguel Ángel mientras se debatía si Dios tenía trasero o si, por el contrario, Dios no necesitaría de uno. Pero Miguel Ángel sucumbió grácilmente al antropomorfismo, inmortalizando una imagen de Dios que nos persigue hasta nuestros días.


En el periodo en que la Sede de Pedro se encuentra vacante, un cardenal asume la dirección de la Iglesia, se trata del Camarlengo (del germánico kamarling, camarero). En cuyo caso se acuña una medalla con su escudo de armas. Dos llaves cruzadas, una de oro y otra de plata, y un ombrellino o un gran paraguas (¡Sí, un paraguas!) que cubre las llaves solas, es decir, un espacio vacante.
De regreso a La Via della Conciliazione, Monseñor nos saludó con una gentileza sobrecogedora. Uno a uno fuimos saludados e invitados a tomar un asiento dentro de la furgoneta. Cuando todos los espacios estuvieron ocupados, nos percatamos de que Monseñor no tenía sitio. Entró al vehículo ayudado por su paraguas y decidió sentarse en el suelo. La espontánea reacción del grupo entero sobrevino casi violentamente. Todos ofrecimos nuestro cómodo asiento al anciano Monseñor. Insistimos con vehemencia hasta que su voz segura y amigable a la vez zanjó el dilema de una vez por todas: ¡Voi siete i nostri ospiti! (¡Ustedes son nuestros invitados!). Así emprendimos el camino hacia nuestro encuentro con Francisco, un grupo de pastores y teólogos evangélicos sentados cómodamente en nuestros asientos, junto a nuestro católico anfitrión sentado en el suelo de la furgoneta. Todo apenas estaba por comenzar.


FRANCISCUS, LEITMOTIV


El camino desde La Via della Conciliazione hasta el portón de entrada a la Ciudad Estado del Vaticano era verdaderamente corto. Bordeando la antigua muralla, el vehículo recorrería no más de un kilómetro antes de ingresar a la jurisdicción de la Iglesia. Desde muchas horas antes las colas de turistas se habían formado para ingresar a los Museos vaticanos. Cientos y cientos de visitantes aguardaban pacientemente para poder entrar. Es en esas aglomeraciones donde se hace realidad la curiosa estadística que posiciona a la Ciudad eclesiástica con el índice de criminalidad más alto del mundo, con un promedio de 1,5 delitos por cada ciudadano. Las multitudes de turistas convierten al Vaticano en un ‘paraíso’ para los carteristas. Me sentí afortunado de no tener que hacer fila e, incluso, de no tener que revisar continuamente si mi billetera aún estaba en el bolsillo del pantalón.


Íbamos camino a una reunión con el Papa Francisco. Costaba encajarnos en la realidad, enfundarnos en el momento histórico. Todos los que conformábamos el grupo éramos personas comprometidas con la causa de Cristo. Pastores y teólogos, representantes de un Movimiento de iglesias que se ha extendido por todo el mundo. El Movimiento de La Viña nació en el Estado de California de la mano de un músico apasionado. John Wimber, junto a otros visionarios, rompieron con el statu quo e iniciaron una aventura que se convirtió en marea. Anhelaban una iglesia que conectara con el corazón de la gente y que conectara ese corazón de la gente con el corazón de Jesús. Pronto esa pasión adquirió un magnetismo tan contagioso que saltó de una frontera a otra y de un continente a otro. Con un estilo relajado, los púlpitos se llenaron de pastores en jeans y guayaberas, de hippies de pelo largo que predicaban alegremente; la música eclesiástica fue arrollada por la potencia eléctrica del rock y miles de personas empezaron a corear letras de intimidad con Jesús en un estilo que excedía lo tolerado por la usanza evangélica de la época. Para los reaccionarios y conservadores toda innovación era el primer paso hacia la herejía, pero entre más eran atacados los hippies de La Viña, más virulento se hacía el Movimiento. Corría la década de los 80s.


Para los reaccionarios y conservadores toda inno- vación era el primer paso hacia la herejía… una frase que podría sentenciar a cada generación, a cada religión, a cada denominación o a cada iglesia. El miedo a lo nuevo, al cambio, a la vida de brazos abiertos, sigue resultando el ingrediente principal de las pugnas y divisiones, sigue siendo la bacteria que infecta el corazón de toda iglesia. El miedo a admitir los errores, las faltas y el miedo a perder poder sigue minando a la Iglesia, a todas las iglesias. John Wimber fue un hombre de brazos abiertos, lleno de errores que no dudó en confesar. Sus canciones empezaron a cantarse en las reuniones de La Renovación Carismática de la Iglesia Católica, sobre todo su famosa “Canción del Espíritu”. Pero también impactó de manera contundente a la Iglesia Anglicana, a través de Nicky Gumbel, el fundador de “The Alpha Course”, un curso de iniciación al cristianismo que ha sido impartido en 169 países, en 112 idiomas y a más de 27 millones de personas.


Toda innovación es el primer paso hacia la herejía. Es también el pensamiento de muchos reaccionarios de la jerarquía de la Iglesia Católica, que se oponen al tono en que el nuevo Papa ha emprendido su pontificado. Pero ya volveremos a esto más adelante. Nos acercábamos a la entrada. Los soldados de la Guardia Suiza saludaron mecánicamente, custodiando la entrada, tal como lo vienen haciendo desde el siglo XVI, esta vez dentro de sus culotte á la française, unos uniformes azules más cómodos y sencillos que los famosos y característicos de colores, permitiendo que la furgoneta ingresara sin problemas ni contratiempos. Por primera vez, desde que subimos al vehículo, hubo silencio total. El traqueteo de los neumáticos sobre los adoquines de la callecita sustituyó nuestras conversaciones. Ahora todos parecíamos meditar. Cada cabeza es un mundo pequeño, pero mundo diferente al fin. Quizás ninguno de nosotros pensaba exactamente en lo mismo, era un silencio expectante, pero acogedor.


Yo pensaba en la maravillosa historia de todos aquellos que han dado sus vidas para que la herida de la separación pudiera ir sanándose. ¡Y qué herida más grande es la que divide a la Iglesia! Hasta el día de hoy hay quienes trabajan por ensanchar la brecha, luchan por conservar viva la profunda laceración, se desviven por lanzar sal sobre ella y piden sangre, justo ahí donde Dios pide sutura. De hecho, que una delegación de pastores evangélicos entrara tan campante al Palacio Apostólico y conversara con un Papa, habría sido absolutamente impensable durante varios siglos. Siglos en los que, claro está, hubo persecución, tortura, destierro y matanzas. El solo recuerdo de la llamada Noche de San Bartolomé debería seguir erizándonos la piel: aquella masacre de hugonotes (protestantes franceses), ocurrida la noche del 24 de agosto de 1572 en París. La campana de la iglesia de Saint Germaint Auxerrois, que durante siglos había avisado a los ciudadanos de París para que toma- ran las armas, tocó a rebato. Los guardias asesinaron hugonotes, mujeres y niños incluidos. Los ciudadanos de a pie siguieron su ejemplo y la voz corrió rápidamente a otras localidades francesas donde los hugonotes eran minoría y ahí corrieron la misma suerte.


Pero más recientemente, esta misma Iglesia, que ya había dejado de temerle a Galileo o a Giordano Bruno, empezó a tener roces con teólogos y sacerdotes de cuño y corazón católico. A partir de la encíclica “Humani Generis” del 12 de agosto de 1950, del papa Pío XII, se inició una fuerte tensión con varios teólogos. Sobre todo, en un inicio, la tensión se cernió sobre la llamada Escuela de Lyon, o la “Nouvelle Théologie”, terminando con la pérdida de la cátedra del jesuita Henri de Lubac. Problemas similares debió enfrentar el otro jesuita francés Jean Daniélou. El suizo Hans Urs von Balthasar debió aban- donar la Compañía de Jesús, a la que pertenecía desde su juventud. En los siguientes años muchos sacerdotes y teólogos católicos sufrirían el embate del temor de la Iglesia, por la intervención de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, o lo que era antes el Santo Oficio: personalidades como Yves Congar, Hans Küng, Leonardo Boff, Jon Sobrino, Eugen Drewermann, o Jacques Gaillot…, era un tiempo oscuro en el que una fotografía se convirtió en el ícono de la represión vaticana contra sus propios acólitos de voces díscolas. Es aquella fotografía en la que el Papa Juan Pablo II extendía un dedo acusador y furioso sobre un arrodillado Ernesto Cardenal en el mismísimo aeropuerto de Managua el 4 de marzo de 1983.


Aun hay mucho camino por recorrer, pensé mientras la furgoneta se detenía en una amplia plaza, Vatica- no adentro. La llovizna pertinaz no menguaba nuestro entusiasmo. En la escalinata de acceso al Palacio nos esperaba una alegre comitiva de monseñores. Nos saludaron con una alegría inusitada, nos hicieron sentir muy bienvenidos, nada de tensión, como hermanos, como verdaderos hermanos. Saludos, sonrisas y abrazos allanaron el camino hacia la Sala de Audiencias. Un purpurado serio y grave avanzó confiadamente hacia nosotros. Era Monseñor Kurt Koch, Cardenal Koch, presidente del Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos. El mismo que había afirmado que “El ecumenismo es un deber improrrogable de toda la Iglesia”, a lo que añadía con más amplitud “el cuidado de restablecer la unión compete tanto a los fieles como a los pastores y le corresponde a cada uno según sus propias posibilidades, tanto en la vida cristiana de cada día como en los estudios teológicos e históricos” durante su ponencia titulada “Ut Unum Sint: El ecumenismo como obligación eclesiológica del Concilio Vaticano II” dic- tada en la Facultad de Teología de Valencia en marzo del 2015.
Pero, en honor a la verdad, tampoco podemos decir que la infinitud de denominaciones y movimientos evangélicos lo ponen fácil. La actitud característica ha sido más bien la de cerrarse al diálogo y la del rechazo contundente al “fantasma” de la unidad. Pero echemos atrás el tiempo, ahí estaba Miguel Servet (1511-1553), teólogo y médico español que tuvo que huir tanto de la Iglesia Católica como de la Iglesia Protestante, porque también los protestantes persiguieron a muchos. Servet no pensaba tanto en la unidad, pero había escrito un par de libros sobre la Trinidad en los que proponía una nueva visión de esta y de la concepción de la deidad de Cristo. Esto provocó a ambas iglesias. Servet huyó de todo y de todos, con tan mala suerte que su huida hacia Italia lo llevó a pasar por Suiza justo un domingo. Digo un domingo en la Ginebra calvinista, eso quiere decir que, por ley, era obligatoria la asistencia a la iglesia. Ahí fue reconocido y denunciado. Fue juzgado y condenado a la hoguera. Servet fue asesinado por el calvinismo, con el consentimiento del mismísimo Calvino, lo que provocó una agria polémica en el mundo protestante sobre la aplicación de la pena capital por cuestiones de carácter teológico o, como más se conoce, por herejía. Toda innovación es el primer paso hacia la herejía. Ya lo hemos dicho, pero es que ese pensamiento concurre como un verdadero Leitmotiv en la extensa sinfonía de nuestra va- riopinta cristiandad.


El octogenario religioso del paraguas había desaparecido sin que nos percatáramos. No sé exactamente en qué momento se alejó o por dónde se había ido. Lo cierto es que ya no estaba entre nosotros. Yo no sabía si al resto de la comitiva le preocupaba tanto como a mí su misteriosa desaparición. Al entrar al Palacio debimos dividirnos en dos grupos para ingresar al ascensor. No recuerdo cuántos pisos subimos, pero desde allá arriba la Plaza de San Pedro se veía completa y esplendorosa, pululando de turistas. Al salir del elevador nos recibió otro grupo de religiosos y, cuando estuvimos todos jun- tos, nos guiaron por entre salones de audiencias y re- cintos con tronos de antiguos papas (en total el Palacio contiene 1,000 habitaciones). Tanta historia pesada recorrida a paso ligero en solo cinco minutos. Tanta teolo- gía pasando justo a mi lado. Me detuve frente a uno de los tronos, me llamó la atención porque estaba lleno de ornamentos dorados, plateados, montado sobre una pla- taforma de mármol y rodeado de esculturas. Cuánta opulencia, cuánto poder acumulado en una sola silla. Pero toda aquella fastuosidad mayestática quedó humillada justo dos salones después. Una silla de madera, sencilla y austera, una silla sin ornamentos, sin plata ni oro (al menos yo no pude percibir ni metales preciosos ni piedras preciosas en ella). Es el de Su Santidad -nos dijeron ante el desconcierto que reinaba en nuestros rostros–. Su Santidad, el Papa Francisco no lo utiliza, él prefiere el saloncito de audiencias, allá –nos dijo el prelado señalando con un dedo–, en el salón que sigue. De hecho, el Papa Francisco no reside en el Palacio Apostólico o Palacio Papal, como es usual, sino en la Casa de Santa María, un lugar mucho más acorde con su ideal de vida.


Siéntense -nos sugirió con voz hilarante–, Su Santidad no tarda en llegar, llegan ustedes un poco temprano –dictaminó al tiempo que sonreía–. De inmediato acudieron a nuestro encuentro el Cardenal Koch y, para mi sorpresa, un paraguas en una mano izquierda asomó por la puerta y volvió a saludar afablemente en alemán, Ich sehe, dass ihr hier schon seid! (¡Veo que ya están aquí!) –nos felicitó, como si hubiéramos llegado por nuestros propios medios–. Diez minutos después se abrió la puerta del salón de audiencias y una voz enérgica nos anunció: “Su Santidad está aquí, ya pueden pasar”.

LA REVOLUCIÓN DE LA TERNURA

Volvamos sobre nuestros pasos. Por la mañana habíamos desayunado algo liviano. Un par de tazas de café bien hecho y una rebanada de pan con marmellata di fragole fue todo lo que comí. Sí, dos tazas de café bien hecho, doble ración de cafeína para un día en que debía estar doblemente despabilado. Despabilar era una buena palabra para ese día. Significa quitar pabilo, es decir la parte carbonizada de la mecha de una vela o una lámpara, para avivar la llama, para que se alumbre más, para que haya más luz. Y ciertamente nos esperaba un largo día en el que el carbón que empañaba una parte de nuestra llama, el tizne que opacaba parte de nuestra voz iba a ser removido, comisionándonos como antorchas nuevas que iluminan, alumbran, dan a luz, cosas nuevas o hacen brillar, más bien, lo que era desde el inicio, lo que debió ser desde tiempos pretéritos. ¡Qué bueno y agradable es que los hermanos habiten en armonía! (Salmo 133:1).


Para el creyente anónimo, esos millones de seres que pueblan nuestras iglesias, ese ser que padece urgen- cias tan acuciantes como la sed o el hambre, el frío o la injusticia, la luz llega parpadeante y exigua, la voz de la justicia llega pálida y temblorosa, temerosa y débil. Para los cientos de millones de seres a quienes la fe no les ha llegado para iluminar sus laceradas pisadas terrenales y se les ha inculcado la penitencia de “cargar su cruz” mientras aguardan el fin de su existencia carnal para, por fin, saborear la paz y el gozo prometidos por el Maestro en su Evangelio; para ellos que siembran con lágrimas, es que la Iglesia debe “despabilar y despabilarse” constantemente y alzar la antorcha, más brillante que nunca, de la cooperación, la misericordia, el amor y la ternura. Porque una casa dividida contra sí misma (Lucas 11:17) se derrumba, se apaga, enmudece, mengua, se extingue o se vuelve irrelevante. Y no lo digo yo, son palabras del Maestro. El griego del Nuevo Testamento usa la palabra piptó (πίπτω) que significa caer o derrumbarse.


Pero ahora se había abierto la puerta de la sala de audiencias. El Papa nos esperaba del otro lado. Para entonces ya intuíamos la sencillez del encuentro. Después de todo, nos sabíamos hombres y mujeres comisionados desde hacía muchísimos años, al servicio de nuestro Dios, cada uno desde su propia tierra. El grupo estaba conformado por pastores y teólogos de diferentes partes del mundo: África, Asia, Europa, Latinoamérica, Norteamérica. Teníamos la certeza del mensaje que llevábamos. Porque conversar no significa transigir, porque dialogar no significa menguar. Antes bien, quien dialoga crece, quien sabe escuchar es escuchado. Porque ninguna paz, nunca, se ha logrado sin diálogo, sin escucha mutua o desde la trinchera del silencio y la separación.


La puerta de la sala de audiencias estaba abierta. Fuimos invitados a ingresar uno por uno, para que el Papa nos saludara de forma individual y ordenada, y para que cada uno tuviera tiempo de conversar con cier- ta privacidad. Él se apresuró a extenderme su mano. No, no hubo que inclinarse ni besar su mano ni su anillo. Él mismo evitó astutamente toda genuflexión. Mi mano derecha estrechó la suya, firme como la de un amigo. Su pesado anillo estaba cálido, signo de que muchas manos lo envuelven, quizás, con demasiada regularidad. Una mirada llena de vida y de intensidad, parecía expresar verdadero interés por saber quién era yo. No ensayé mi saludo, no aprendí frases ni salmodié elogios. Y ahí estaba yo, frente a Jorge Mario Bergoglio, Papa Francisco, en su tercer año de pontificado.


Y antes de poder proferir alguna palabra, una sobrecogedora sensación de amor profundo y nítida confianza me envolvió. Sé que Dios mismo, su amor multiforme, estaba con todos nosotros en ese lugar. El Papa sonrió. Yo sonreí. Dios sonrió. No es una exageración, creo firmemente que cuando las personas están dispuestas a imitar a Jesús en todos sus extremos, ahí está Dios sonriendo con su Phos Hilarón (Φῶς Ἱλαρόν), su luz gozosa. Indudablemente la luz que brillaba era la de Dios, opacando todo lo demás. Un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos y por medio de todos y en todos (Efesios 4:6.


Aún recuerdo el día en que fue elegido. Yo me encontraba en mi oficina y seguía el proceso con entusiasmo. El cónclave inició el 12 de marzo del 2013 justo a las 5:40 de la tarde, hora romana. Un mes antes, el 11 de febrero, Benedicto XVI había anunciado su renuncia. El portavoz de la Santa Sede, Federico Lombardi, declaró que la renuncia tomó por sorpresa hasta a los colaboradores más cercanos del Papa. El mundo, católico y no católico, asistía con asombro y no poca curiosidad, al desarrollo histórico de la inusitada renuncia y la consecuente elección del sucesor de un Papa emérito. El 28 de febrero Joseph Ratzinger, Papa emérito Benedicto XVI, salió en helicóptero hacia Castel Gandolfo, el palacio veraniego de los papas. Desde ahí esperaría como cual- quier otro creyente. Ratzinger no fue el primer Papa en dimitir, pero sí el primer Papa emérito.


El martes 12 de marzo, casi a las ocho de la no- che, hora romana, hubo humo sobre la Capilla Sixtina. Esta vez fumata negra. Al día siguiente, 13 de marzo, en la tercera votación, hubo humo nuevamente. Eran las 11:40 de la mañana, hora de Roma. Fumata negra. Millones de personas, Papa emérito incluido, estaban en vilo. Quinta votación. A las 7:05 de la tarde se produ- jo la esperada fumata blanca sobre la Capilla Sixtina. Jorge Mario Bergoglio era tres veces primero. Primer Papa latinoamericano, primer Papa americano y primer jesuita en ser electo Obispo de Roma. El proto diácono, de apellido Tauran dio el anuncio oficial:


Annuntio vobis gaudium magnum: Habemus Papam.


La multitud reunida en la Plaza de San Pedro explotó en júbilo. Los medios de comunicación mostraban a las personas abrazándose llenos de esperanza. Los comentaristas habían hecho sus cábalas sobre los papables. La gran multitud hizo silencio a la espera de que el anuncio continuara.


Eminentissimum ac reverendissimum Dominum, Dominum Georgium Marium Sanctae Romanae Ecclea- siae Cardinalem Bergoglio Qui sibi nomen imposuit Franciscum.


La sorpresa fue mayúscula. Su nombre ni siquiera había sido mencionado. Los especialistas no lo habían incluido en la lista de los favoritos. Ninguneado por periodistas y expertos, Bergoglio elegía el nombre de Francisco, haciendo referencia a Francisco de Asís, quien habiendo nacido en la riqueza, decidió vivir bajo una estricta y humilde austeridad. Eligió la pobreza como forma de vida.


–José Pablo Chacón, le dije mientras seguíamos con las manos unidas, vengo de Costa Rica.

–¡Ah!, Costa Rica, dijo como en un susurro.

–Le traje un pequeño obsequio. Es un libro que escribí hace un tiempo. Habla de la vida, del dolor, de la fe, de la falta de fe. Es una edición especial, para usted. Dentro también hay una carta, escrita a mano por mi esposa. Si no puede leer el libro, lea la carta –dije, mientras abría el libro y extraía la carta. La carta mostraba una fotografía que mi esposa había pegado. En ella aparecíamos nosotros dos junto a nuestros hijos. El Papa miró la fotografía con atención. Lo haré.


Cuando todos estuvimos sentados el Papa avanzó y tomó asiento. Lo hizo de último. El lugar era acogedor. Todas las sillas estaban a la misma altura, dispuestas en forma de rectángulo, sobre una enorme alfombra, de tal manera que todos podíamos vernos, como en la sala de una casa. En el fondo dos grandes bibliotecas repletas de libros de pasta blanca, separadas por una gran pintura en la que aparecía un Cristo resucitado y suspendido en el aire siendo adorado por dos ángeles. Justo debajo de él, un sarcófago abierto y junto al sarcófago, cuatro soldados romanos. Al principio creí que eran seres cansados, hastiados o aburridos. Pero luego observé que tres estaban dormidos y uno apenas despertaba mientras sucumbía al asombro del milagro. Se trata de La Resurrección, del pintor Pietro Perugino. Una obra que data del año 1499 y de la que se dice que la mayoría fue ejecutada por el famoso pintor Rafael, siendo aún asistente de Perugino. El nombre completo de la pintura es La Resurrección de San Francesco al Prato.


Fue John Mumford, el británico, quien primero tomó la palabra. Nos presentó y explicó brevemente el espíritu que nos motivaba a realizar esta visita. A la derecha del Papa estaba un sacerdote joven que le traducía al oído. El Cardenal Koch estaba al lado izquierdo de Francisco. El Cardenal Kurt Koch ha sido uno de los artífices del diálogo franco de la Iglesia católica con la Iglesia lutera- na y con las iglesias ortodoxas. Fue uno de los gestores del diálogo católico-luterano que dio como resultado la Declaración Conjunta sobre la Justificación. Lo observé detenidamente, mientras el inglés británico del pastor Mumford resonaba con confianza. El Cardenal Koch parecía un ser débil, pero en realidad es un hombre arriesgado y seguro de sí mismo. Aquella Declaración conjunta, firmada el 31 de octubre de 1999 en Augsburgo, fue un paso histórico que pulverizaba una de las grandes piedras de tropiezo entre ambas iglesias.


El séptimo punto de la Declaración es valiente y rompedor. Es una verdadera lástima que tantos creyen- tes ni siquiera sepan de la existencia de este documento. Muchos se sorprenderían si supieran que pueden encontrar estas palabras en el mismísimo sitio web oficial de la Santa Sede.
Al igual que los diálogos en sí, la presente Declaración conjunta se funda en la convicción de que al su- perar las cuestiones controvertidas y las condenas doctrinales de otrora, las iglesias no toman estas últimas a la ligera y reniegan su propio pasado. Por el contrario, la declaración está impregnada de la convicción de que en sus respectivas historias, nuestras iglesias han llegado a nuevos puntos de vista. Hubo hechos que no solo abrieron el camino sino que también exigieron que las iglesias examinaran con nuevos ojos aquellas condenas y cuestiones que eran fuente de división.


El décimo noveno punto contiene una de las frases más explosivas de toda la declaración: Juntos confesa- mos que en lo que atañe a su salvación, el ser humano depende enteramente de la gracia redentora de Dios. El numeral 22 continúa decididamente: Juntos confesamos que la gracia de Dios perdona el pecado del ser humano y, a la vez, lo libera del poder avasallador del pecado, confiriéndole el don de una nueva vida en Cristo. Y el remate, en el párrafo 25, para júbilo de los luteranos, remacha con contundencia: Juntos confesamos que el pecador es justificado por la fe en la acción salvífica de Dios en Cristo.


El Papa tomó la palabra en un italiano con graciosos ribetes argentinos. El sacerdote de la derecha tradu- cía todo al inglés. Francisco se inclinó levemente hacia delante y empuñó las palabras sin previo aviso.


Nunca olviden a los pobres –comenzó a decir, mientras hacía un recorrido con su mirada, persona a persona–. ¡No se puede entender el Evangelio sin los pobres! Jesús vino a los pobres, a los necesitados, a los enfermos. Necesitamos entender a los pobres para en- tender el Evangelio.

Yo pensaba en la sencillez de su aspecto, pero no perdía palabra. Sé cuando alguien habla con pasión, cuando alguien habla desde el corazón.


Cuando hacemos conciencia sobre la pobreza, rápidamente se nos acusa de comunistas. Pero no se trata del comunismo o del capitalismo, sino del reino de Dios. Los pobres necesitan nuestra atención, nuestro amor, nuestro cuidado, y sólo a través de ellos podemos entender el Evangelio.


Eso me partió el corazón. Igual que cuando, en la Universidad Nacional de Costa Rica, Gustavo Gutiérrez, ese gigante de la teología latinoamericana, padre de la Teología de la Liberación, rasgara mi conciencia desde aquella tribuna y me obligara a ver el mundo “desde el reverso de la historia”. ¡Hace tantos años de eso! Mis ojos lloraron esta vez. De los pobres, habló mucho de los pobres. Un caudaloso impulso me recorrió como nunca. Me sentí más latinoamericano que nunca, más evangélico que nunca, más cristiano que nunca. Pero me dolían sus palabras. Me dolían porque desde mi Centroamérica y desde mis ojos evangélicos he visto a los pobres de los que él hablaba; me dolía que, incluso si yo fuera europeo y católico, los pobres de allá fuera seguirían siendo los pobres del mundo. Nuestros pobres.
La Biblia dice que no puedes servir a dos amos – continuó con un halo de euforia–. El problema no es el dinero en sí mismo, sino que perdamos el corazón por el dinero: ¡El diablo viene a través de la billetera!
Y justo cuando dijo que el diablo venía a través de la billetera, Francisco introdujo su mano derecha por dentro de la sotana, hurgando en el bolsillo de su pantalón. Para lograr hacerlo, tuvo que estirar su pierna de- recha, dejando al descubierto su zapato negro. La punta arrugada y la suela maltrecha me impresionaron. No sé si los demás lo vieron, pero yo lo noté. Estoy seguro de que no había un solo zapato nuestro que fuera más barato que el que se asomó por debajo de la sotana papal.


Son tres, podríamos decir, las principales formas en que el diablo trata de ganar nuestros corazones. La primera es el dinero, la segunda es la vanidad, la tercera es el orgullo. Cuando la iglesia piensa que se ha hecho rica, ese momento es el comienzo de su caída. El verdadero tesoro de la Iglesia no son los edificios, sino el Espíritu, los Pobres, nuestros corazones. Puede parecer insensato, pero hay una pobreza del hombre rico: es cuando él piensa que puede salvarse con dinero, cuando piensa que puede tener todo a través del dinero y las posesiones, pero nunca está lleno, nunca está satisfecho.


La conversación apenas comenzaba. Nos habían dicho que la reunión tardaría unos 20 o 30 minutos. Sin embargo, no hubo un solo instante de silencio durante casi dos horas seguidas. Hubo un momento en el que el Papa levantó la voz y sonrió con perspicacia: ¡Gálatas estúpidos! –dijo, haciendo referencia a Gálatas 3:1ss. Empezaba a hablar de lo que él cree que el Espíritu Santo está diciendo hoy a la Iglesia.

FRANCISCUS, “GÁLATAS ESTÚPIDOS”


¡Gálatas estúpidos! Lo dijo en italiano y utilizó la palabra stupido libremente y sin contemplaciones mien- tras agitaba sus manos, como buen argentino que es. El texto de Gálatas 3:1 en una versión italiana habla de los Gálatas tontos o insensatos stolti Galati, que habían permitido que se les sedujera con otras verdades. Francisco sonrió y se aseguró de que hubiéramos comprendido el golpe de su palabra:
Simplemente estúpidos, así debemos traducirlo –explicó frunciendo el ceño–. No se llega a la unidad porque nos ponemos de acuerdo entre nosotros, sino porque caminamos siguiendo a Jesús. Y caminando, por obra de Aquel a quien seguimos, podemos descubrir que estamos unidos.
La reunión había evolucionado notablemente hasta convertirse en una encerrona íntima y llena de confianza. El ambiente era informal e invitaba a la risa teológica.


Yo sabía que hacía tiempo que habíamos sobrepasado los 40 minutos concedidos para la audiencia. No me atreví a mirar el reloj, y ninguna de las paredes poseía uno. Era como si estuviéramos dentro de un lugar sin tiempo, desconectado de la premura desquiciada del mundo de allá afuera. Por supuesto, todo en aquel lu- gar evocaba centurias, incluso milenios. Pero al mismo tiempo había una especie de aire tumultuoso de actualidad, el jadeante hoy desfallecía con toda su crudeza y actualidad. Para los tiempos pretéritos bastaba recordar que algunas de las estancias de aquel Palacio habían escuchado las estresantes discusiones íntimas de Giovanni di Lorenzo de Medici, Papa León X, cuando no sabía bien qué hacer con el teólogo loco llamado Lutero. ¡Un borracho fue el que escribió esas tesis! –había sentenciado en un arrebato de ira–. Algunas de esas paredes habían escuchado las genialidades de Galileo Galilei, que durante más de un mes permaneció exponiendo sus descubrimientos dentro de la Santa Sede. El gran científico jesuita Clavius lo había escuchado todo con mucha atención y confirmó que las observaciones de Galileo eran exactas. Sin embargo, y a pesar de la protección del Papa Urbano VIII, el 21 de junio de 1633 Galileo se- ría condenado por el Santo Oficio por “introducir ideas heréticas”.
Para el hoy jadeante, bastaba pensar en el papel protagónico del Vaticano en el descongelamiento de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos, o en aquel almuerzo al que acudieron los 21 refugiados musulma- nes rescatados en la isla de Lesbos y que el mismo Papa Francisco había traído a vivir a Roma.


También se podía sentir una especie de tensión in- terna, una agitación íntima en el seno de la Iglesia. Un estupor silencioso que parecía estar a punto de explotar. Digo esto pensando en el hombre del paraguas, un car- denal amable e inteligente, gentil y paciente, pero que encerraba un halo de misterio indiscutible. Veamos: son- reía afablemente, sí, pero a la vez parecía ocultar algo. No sabría explicar muy bien qué era, pero no terminaba de convencerme, me preocupaba. Sabíamos que algunos “hombres fuertes” de la curia trabajaban intensamente en contra de las constantes avanzadas de Francisco. Su Exhortación Apostólica Amoris laetitia (La alegría del amor), había ido demasiado lejos para ellos. Parecía que un Papa hereje se les había colado en el Vaticano. Un Papa que hablaba con benevolencia de los divorciados, de la familia diversa, de los homosexuales, y que se re- fería a las otras religiones de una forma tan conciliadora que amenazaba el statu quo. ¿Quiénes estaban con él y quiénes estaban en su contra? ¿Lo sabrá Francisco con certeza?


Poco tiempo después de nuestra estadía en Roma sabríamos algunos de los nombres de sus más asiduos detractores: se trataba de los alemanes Walter Brandmüller y Joachim Meisner, del italiano Carlo Caffarra y el estadounidense Raymond Leo Burke, el único en funciones aunque degradado en 2014 de un alto cargo en la Signatura apostólica. Ellos eran los firmantes de una carta abierta publicada en contra de Francisco. Pero todos ellos estaban fuera del circulo íntimo del Pontífice. La pregunta importante era: ¿quiénes de los que se confesaban fieles y cercanos eran realmente contrincantes ocultos? ¿Se refería el Papa a esos “contrincantes” cuando hablaba de los stolti Gàlati? ¿No eran también stolti Gàlati todos esos evangélicos que estarían en mi contra cuando supieran de mi reunión con Francisco? Esos stolti Gàlati que habían sido seducidos por el otro evangelio, el evangelio del odio, el evangelio sin recon- ciliación (2 Corintios 5:18-19) ¿No es una contradicción una iglesia sin perdón? ¿No constituye una falacia una catolicidad fragmentada o una fe evangélica que pro- mueva la división?


Hubo un instante en que pareció saltar una chispa. Nos encontrábamos frente a la puerta del ascensor en el Palacio Apostólico. Alguno de nosotros hizo una pregunta al aire: ¿Cuántas reuniones como esta tendrá el Papa cada día?, a lo que el Cardenal del paraguas respondió que en realidad, como esta, eran muy pocas. Su trabajo pesado lo hacía con los Cardenales. A esta respuesta, la misma voz que realizó la pregunta añadió que quizás era esa una vida muy cansada. Con el pescuezo del paraguas entre las dos manos, el cardenal cerró la conversación diciendo: Quienes le damos más dolores de cabeza, lo que cansa más a Su Santidad es la Curia…
Silencio absoluto
Hay tres maneras en que podemos reaccionar a lo que está diciendo el Espíritu Santo hoy en día –conti- nuó Francisco inspirado–. Primero podemos ignorarlo, como los Gálatas estúpidos. Segundo, podemos afligirlo, llenarlo de tristeza (Efesios 4:30) al no darle espacio para trabajar o dejárnoslo solo para nosotros de forma egoísta. Y tercero, podemos darle espacio para que trabaje a través de nosotros. Debemos ser como un barco con las velas abiertas y en alto para atrapar el viento –continuó diciendo, meciendo los brazos como si fueran velas impulsadas por el viento del Espíritu Santo.


La reunión se había extendido mucho más de la cuenta. Pero antes de irnos sucedió algo. Sé que fue algo especial, inusual, inolvidable para todos. Martin Büehlmann, el suizo, cerró la reunión agradeciendo a Jorge Mario Bergoglio, Papa Francisco, no sin antes hacerle un ofrecimiento en extremo inusual. ¿Podemos orar por usted? –preguntó confiadamente. El Papa se sorprendió. Intuyo que la mayoría de las personas le solicita una bendición, en vez de ofrecerle una oración. Pero asintió y preguntó que cómo sería esa oración y si seríamos to- dos los que la realizaríamos. Martín le explicó que noso- tros acostumbrábamos a poner nuestras manos sobre la persona por quien orábamos y que sí, lo haríamos todos a la vez. El Papa no salía del asombro, pero volvió a asentir con una sonrisa nerviosa. Se puso en pie, levantó ambas manos con las palmas hacia arriba e inclinó ligeramente su cabeza. Nos acercamos a él, yo estaba justo frente a Francisco y puse mi mano derecha en su frente. Los demás pusieron sus manos en sus hombros, espalda, brazos o cabeza. Uno por uno pronunció una pequeña e improvisada oración. Este fue, quizás, el momento más poderoso y significativo de toda la audiencia. ¿Qué hace un grupo de evangélicos imponiendo las manos sobre un Papa? ¿Qué significa ese momento en la historia de la cristiandad? ¿Cuántas veces habrá sucedido algo así antes? ¿Muchas? ¿Pocas? ¿Nunca? ¿Qué sentido podría tener para cada uno de nosotros? ¿Y para Francisco? Dejo la respuesta a discreción de cada lector.


La despedida estuvo llena de risas y abrazos. Francisco en su faceta más confiada. Dos sacerdotes apare- cieron en la sala con dos bandejas repletas de unas cajitas blancas. Francisco entregó una a cada uno de nosotros. Dentro había una medalla de bronce, en cuyo anverso se podía ver el escudo Papal y la inscripción: FRAN- CISCVUS PONT MAX ANNO III, y en cuyo reverso la imagen del éxtasis de Santa Teresa, inspirada en la obra de Gian Lorenzo Bernini (1598-1680), situada en la Iglesia de Santa María de la Victoria en Roma. San- ta Teresa, la primera mujer Doctora de la Iglesia. Junto a la imagen de Santa Teresa, la inscripción AMOREM CHRISTI IN ANIMO TENEAMVS (amor a Cristo ten- gamos en el alma).
Yo le pedí que me firmara un libro. Había llevado dos ejemplares de mi libro, por pura precaución, no quería correr riesgos llevando solamente uno. Así que Francisco firmó, una firma diminuta y sencilla como él, franciscus.

Esa misma tarde tuvimos un encuentro con Mario Cappello, líder del Movimiento de los Focolares. Un Movimiento ecuménico fundado en el año 1943 en Trento por Chiara Lubich, una valiente estudiante de filosofía que se vio obligada a abandonar la facultad por culpa de la Segunda Guerra Mundial. La palabra «focolar» procede del idioma friulano, y en su raíz, del latín, «focus» = fuego, «lar» = hogar (fuego del hogar). Y una de sus más grandes contribuciones es la “economía de comunión”, un proyecto de desarrollo económico de carácter solidario en el que se involucran empresas de los cinco continentes.
Ya al final de aquella larga jornada, en la que debí empezar con doble ración de cafeína para “despabilar” o quitar el pabilo de mi mecha y, así, poder alumbrar más, tuvimos un encuentro muy especial en la sinagoga del ba- rrio judío de Roma, en lo que fue el gueto romano durante la Segunda Guerra Mundial. Nuestra anfitriona era Marika Venezia, viuda de Shlomo Venezia, escritor italiano de origen sefardí, que relató su testimonio como prisionero sonderkommando en los campos de concentración del ejército nazi. En 1943 fue deportado al campo de concentración Auschwitz-Birkenau. Ahí trabajó en la expolia- ción y cremación de los cuerpos de otros judíos. Marika nos contó su historia y dentro de su historia, la de su espo- so. Una mujer con una alegría y una fuerza excepcional.


Así finalizaba aquel inolvidable día. Regresaré a él una y otra vez, lo contaré a mis hijos y nietos y lucharé sin cansancio en contra del sectarismo, la separación y el odio. El mundo tiene sed de reconciliación, tal como se lo recordé a Francisco en la carta que le entregué y que está contenida en mi libro “Spiro”:

José Pablo Chacón,
Pastor, fundador de la Comunidad Interludio
A Su Santidad, Papa Francisco, Ciudad del Vaticano, Roma
San José, Costa Rica, el 1 de agosto de 2016
FRATRES IN UNUM
Honorable Papa Francisco,
le escribo lleno de esperanza y cargado de un pro- fundo respeto, admiración y simpatía hacia usted.
Durante una reunión con Monseñor Antonio Arca- ri, Nuncio Apostólico en Costa Rica, le mencioné mi in- tención de hacerle llegar a usted esta carta. Me estrechó las manos y me animó con una sonrisa.
Hoy miles de conciudadanos costarricenses cami- nan llenos de fe hacia la Basílica de Los Ángeles, en la peregrinación anual de la Virgen de Los Ángeles, a la que llamamos “La Negrita”. Cuánta devoción y cuánta fe. Junto a ellos, de seguro, caminan no pocos creyentes evangélicos que, amando a sus familiares y amigos, se unen respetuosamente en sus plegarias y pasos de fe. Pasos unidos que, sin duda, alegran al Señor, ¡Quam bonum et quam jucundum, habitare fratres in unum! (Salmo 133:1).
Su Santidad, en un mundo dividido por las fron- teras geográficas, idiomáticas, ideológicas, políticas, culturales y religiosas, la Iglesia como pueblo de Dios puede representar la imagen de la unidad. En un mun- do fragmentado y en permanente desintegración por el hambre y las guerras, en constante pulverización de lo que se concebía como sólido, el pueblo del Señor puede representar la imagen de lo uno: unus Deus et Pater om- nium qui super omnes et per omnia et in omnibus nobis (Efesios 4:6).
Hoy, como antes, pero con más urgencia que nun- ca, la Iglesia tiene una gran responsabilidad: guiar a millones de personas a asumir el reto de cambiar el rumbo doloroso de la separación. Es el llamado a cami- nar como un cuerpo unido, tal como lo expresó Jesús en el Evangelio de San Juan capítulo 17. Palabras que nos recuerdan su Homilía del 12 de mayo del presente año cuando con voz profética usted decía:
«La unidad de las comunidades cristianas, de las familias cristianas son testimonio: testimonian que el Padre ha enviado a Jesús. Y, quizá llegar a la unidad –en una comunidad cristiana, una parroquia, un obispado, una institución cristiana, una familia cristiana– es una de las cosas más difíciles».
Usted expresó esa misma urgencia de unirnos en torno a lo urgente en su Encíclica Laudato si’ de la si- guiente manera:
«El desafío urgente de proteger nuestra casa común incluye la preocupación de unir a toda la familia huma- na en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral, pues sabemos que las cosas pueden cambiar». (Mi lla- mado, 13)
Hace muchos años, el teólogo argentino José Mi- guez Bonino, asistió como único observador evangéli- co latinoamericano al Concilio Ecuménico Vaticano II. Rescato su valoración del momento histórico que vivía la Iglesia y el mundo. Una valoración robusta de espe- ranzas. En su libro, Concilio Abierto, el teólogo latino- americano nos dice:
«Juan XXIII dijo que el Concilio fue como una ven- tana abierta en la vida de la Iglesia Católica. En este sen- tido, fue un éxito. En el aula donde el Concilio tuvo sus reuniones de trabajo, las voces del mundo hallaron eco. Voces que imploran, expresiones de angustia, incluso de juicio. A través de las puertas del Vaticano pasó una mul- titud de observadores y delegados de otras iglesias. No obstante, a través de su participación otra voz se hizo oír, por cierto, más crítica, más poderosa y consoladora: la voz de la Palabra de Dios».
Santo Padre, en el mundo hay hambre y sed de mu- chas cosas. La sed de reconciliación es una de las más acuciantes. Es un anhelo en el corazón de Dios y en el de millones de seres humanos. Usted ha tomado, con determinación y carisma, una senda de hermandad que empieza hoy a saciar el hambre de unidad que humilla- ba la esperanza de muchos fieles. A usted tenemos que agradecerle cada gesto y cada palabra. Gestos y pala- bras que han comunicado al mundo una esperanza de comprensión, de diálogo, de cercanía y de hermandad. Usted ha abierto ventanas y por ello mis palabras son de agradecimiento. Pero mis palabras van acompaña- das de plegarias para que Dios, nuestro Señor, le brinde la fuerza, la alegría, la salud y la valentía necesarias para continuar esa senda. Para que, en medio de la plu- ralidad de la cristiandad, nos veamos a los ojos y nos sintamos verdaderamente unidos como hermanos.

DESIDERATA


Junto a miles de fieles cristianos de todo el mundo, me uno al trabajo de la esperanza por una Iglesia que pronuncie con fuerza un sí
• a la unidad de la Iglesia a pesar del egoísmo del mundo
• a la reconciliación del mundo a pesar del dolor de la guerra y del odio
• a la “espiritualidad ecológica” por el cuidado de nuestra “Casa Común”
• a la educación por la solidaridad y la justicia en un mundo de indiferencia.
Saludo su labor y la encomiendo en mis oraciones a Jesucristo, quien es Camino Verdad y Vida.

 EL MUSEO DE LA EMPATIA DE COSTA RICA

14 de marzo de 2023

AFORO ÍNTIMO

14 de marzo de 2023

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