Hace algunos años recibí un regalo inusual. Se trataba de una Biblia publicada en 1856 (hace 168 años), que también funciona como un himnario. Como coleccionista de libros antiguos la clasifiqué y la guardé con cuidado. Hace unos días la envié a restaurar y en el proceso surgieron algunas sorpresas. Dentro de ella apareció una inscripción manuscrita que dice: Johnny S. Lee murió el 8 de abril de 1883.
El papel está delicadamente recortado, bordeando la forma de la caligrafía y creando una especie de obra de arte. En otra página de la vieja Biblia apareció una hoja seca. Una hoja que lleva ahí más de siglo y medio.
Finalmente, en otra página, la misma persona había puesto a secar una flor cuyos estambres secos aún se conservan casi intactos y el fantasma de lo que fueron sus pétalos quedó impreso en el papel, como si del sudario de Turín se tratara.
Todo eso despertó mi curiosidad. La vida de estas personas, que vivieron hace unos 150 años, me intrigó. Así que pedí ayuda para investigar más. Esas investigaciones han estado dando buenos resultados.
John S. Lee nació en 1860 y vivió en So. Third, ward 11, Nashville. Era un funcionario y estaba casado con Anna Clark (nombre de nacimiento). Llevaban solo 3 años de matrimonio cuando John murió a la edad de 23. La caligrafía en la nota manuscrita, la flor y la hoja secas parecen ser de Anna. Aquella joven pareja vivió en una época convulsa. Eran unos niños blancos —en el acta de nacimiento se detalla la raza y el color de la piel— cuando estalló la Guerra Civil de Estados Unidos. La lucha por la libertad de los esclavos negros separó las colonias en dos bandos. Abraham Lincoln lideró uno de esos dos bandos hasta que fue asesinado en 1865, cuando John tenía 5 años. Solo dos años antes, cuando John apenas tenía 3 años de edad, Abraham Lincoln emitió la Proclamación de Emancipación el 1 de enero de 1863.
Lamentablemente John S. Lee estaba en el bando equivocado, no sabemos si ideológicamente, pero su sangre lo emparentaba con el lado esclavista. Y no solo su sangre, su acta de nacimiento daba cuenta de eso por partida doble. Su raza era blanca y su apellido se había hecho famoso. Sus familiares pasarían a la historia como grandes hombres de guerra. Uno de los generales más destacados del Ejército Confederado. El General Robert E. Lee, hijo de Henry Lee III, quien fue oficial durante la Guerra de Independencia de Estados Unidos, había sido derrotado, rindiéndose en 1865, cuando John tenía 5 años.
Anna y John se casaron en 1880, cuando aún no había electricidad en Nashville. La luz eléctrica llegaría 2 años después, en 1882. Podemos imaginar la experiencia de Anna y John asistiendo a la primera iluminación pública en su ciudad. Algo absolutamente fascinante que los hacía sentir en el futuro. Soñaron con tener una casa con luz eléctrica, pero aquello, de momento, no llegaba a ser ni siquiera un lujo, de momento era un privilegio de unos pocos. Para ellos estaba rotundamente fuera de su alcance. Eran una pareja típica, privilegiada por su color de piel y por su fe. Asistían a la iglesia, cantaban los himnos y cumplían con lo esperado. No poseemos aún fotografías de ellos, pero no necesito tenerlas. Sé que ustedes ya los han imaginado. De seguro ya saben cómo era Anna, cómo vestía y cómo se movía. Esa Anna que ustedes ya conocen en sus mentes quedó embarazada y dio a luz a Emmett Lee a inicios de 1880. Anna se sintió realizada como mujer y como cristiana. Presentaron con orgullo y fe al pequeño Emmett en la iglesia. De hecho, eligieron ese nombre porque en hebreo significa «verdad», lo que denota una fe robusta que transmitirían vigorosamente a sus hijos. Nunca lo habían conversado, pero ese era uno de esos planes no confesados que tienen las parejas. Planes que nunca llegan a ser articulados por la voz o escritos en papel. Ese tipo de planes que siempre estuvieron ahí, generación tras generación, como un código genético que se hereda irremediablemente. Hasta que algo ocurre y rompe con la herencia.
Por esa misma época sintieron gran expectación por la inminente inauguración del puente colgante más largo del mundo, en Brooklyn. Esto entusiasmaba mucho a John, que sentía que Norteamérica empezaba a tocar el cielo, como aquellos que se emocionaron con la Torre de Babel. Creo que era un padre un tanto distraído, ensimismado, inmaduro y egoísta. Pero de vez en cuando sentaba a Emmett en sus rodillas, tomándolo de las manos, de tal manera que quedarán frente a frente. Jugaba a las cabalgatas moviendo sus piernas y provocando carcajadas desenfrenadas del niño. Luego le decía que Dios lo amaba, que le había hecho nacer en un lugar bendecido, en una familia bendecida y con un color de piel bendecido. Anna, tan aficionada al arte, no podía imaginar que al otro lado del mundo un pintor pelirrojo llamado Vincent van Gogh estaría terminando su cuadro llamado Dos mujeres en el páramo. ni que el filósofo Friederich Nietzsche estaría por revolucionar las letras con su pequeño librito llamado Así habló Zaratustra.
John enfermó y los médicos no pudieron hacer mucho. Tras incansables y tortuosos intentos y una caída en picada de su salud, John se dejó ir. Anna lo acompañó hasta su último momento de vida. Aquel lunes 9 de abril de 1883 Anna vio morir a su esposo y el pequeño Emmett, con 3 años de edad, le tomó la mano a su padre por última vez, mientras que su madre le repetía que estaba en el cielo, porque había sido un buen cristiano y un buen ciudadano. Luego tomó la Biblia, la misma que tengo ahora en mi mesa, ella sabía que jamás olvidaría esa fecha, jamás olvidaría ese momento y ese dolor insoportable mezclado con miedo y ansiedad. Pero escribió el día en que enviudó, recortó el papel con cuidado y lo introdujo en la Biblia, como un reclamo furioso contra ese Dios indiferente que no pudo responder sus súplicas. Alzó a Emmett, contuvo los espasmos del llanto y salió del cuarto. Esa misma Biblia fue usada en el cementerio para leer el salmo 23, lo hizo ella de forma mecánica, sin mucha convicción ante los ojos impávidos de Emmett, que tenía en sus manos una de las ramas de los arreglos florales. Anna la partió y la puso dentro del libro y lo cerró con cierta violencia, provocando un sonido seco, como la misma muerte. El domingo siguiente, 15 de abril de 1883, Anna fue a la iglesia apretando la misma Biblia contra su pecho, furiosa y con una fe extraviada y violentada. Tomó una flor de geranio de olor que encontró por el camino y volvió a poblar las páginas del libro con la vida que marchita y que se va, la vida de una flor cuyos estambres siguen intactos hoy ¿Podrán germinar de nuevo si los sembramos?