Mis pequeñas memorias continúan aún en las adoquinadas calles de Córdoba. Concretamente en el Valle de Ruzafa. Era una bella tarde de abril, una clase de literatura con don Antonio. Don Antonio era ese típico profesor con el que mantenía una relación de altibajos. Casi siempre me caía mal, pero muchas otras veces me sorprendía. Quizás es con quién más aprendí durante el tiempo que pasé en las aulas de la Escuela El Santuario de Córdoba.
Nosotros no estábamos en el Valle de Ruzafa, sino que el Valle estaba en el aula. Las ventanas, el suelo, el pizarrón, los escritorios, ya nada era lo que parecía, todo era parte del Valle. Olía a Valle, los sonidos de los pájaros, aquélla tarde de primavera, eran para nosotros los pájaros del Valle.
Todo sucede entre el viernes 25 y el sábado 26 de abril de 1986. El mundo aún caminaba con cierta inocencia aquél viernes a las 3:45 de la tarde, cuando don Antonio se arrellanaba en su silla e iniciaba la clase. Nadie podía intuir que estábamos a pocas horas de perder, aún más, la ya maltrecha inocencia planetaria.
De momento todos en el Valle de Ruzafa descubrimos a Abu l-Qāsim Abbās ibn Firnās. No lo recuerdo, pero podría afirmar que aquella lección de don Antonio nos mantuvo a todos, por única vez en el año, en un silencio expectante, casi escandaloso. Hasta Abdel Ghaffá, mi amigo qatarí, que nunca lograba guardar silencio, permaneció en mutis absoluto.
De la historia impactante de este personaje que conocimos, lo que nos provocó el rictus de asombro por antonomasia, o lo que es lo mismo: la mueca del boquiabierto, fue el derribo de un mito moderno.
Ibn Firnas vivió en Córdoba (entre otras ciudades) antes del primer milenio de la era post Cristo. Después de muchos inventos y logros, nuestro musulmán tuvo una idea: volar. Entre los años 851 y 853 se confeccionó un traje especial de seda. Fue la primera persona en utilizar este material en toda la Península ibérica. Una vez confeccionada la base del traje, la cubrió con plumas y le añadió unas alas articuladas que podrían moverse con sus propios brazos (también hechas con seda y plumas). Subió a lo más alto del Valle de la Ruzafa. Se vistió con su traje de ave, tomó carrerilla y se lanzó al vuelo entre empellones y jadeos. ¡Y voló! El primer hombre que voló. El primer artefacto que facultaba al ser humano para volar como las aves. Abbas ibn Firnas voló largamente, había diseñado con gran detalle su traje, había estudiado con detenimiento los materiales que debía utilizar, pero su ansiedad por volar le jugó una mala pasada: olvidó diseñar la forma de aterrizar. Cayó con suma violencia en el suelo rompiéndose varios huesos y quedando en cama por algún tiempo.
Observó que las aves se valen de la cola para mantener el control en maniobras como el aterrizaje. Pero él no había diseñado nunguna cola a su flamante traje. Cuando se recuperó de la caída, perfeccionó el diseño y voló más veces. Cada vez atraía a más concurrencia, cada vuelo se convertía en un espectáculo popular.
El mundo occidental borró por completo a este precursor de la aviación. Un crímen, nos dijo don Antonio. Nos han hecho creer que los hermanos Wright fueron los primeros en volar, hace poco más de 100 años. Una gran mentira, se airaba don Antonio, y todos nosotros con él.
Pero en el mundo musulmán Ibn Firnas es un verdadero héroe, como debe ser. En una avenida que conduce al aeropuerto de Bagdad, destruida en 2003 por los bombardeos ilegales del ejército estadounidénse, había una estatua (no sé si aún existirá) dedicada a nuestro personaje con la siguiente inscripción: “Primer aviador árabe nacido en Al-Andalus”. ¿Y en Occidente? Es mejor olvidar a un héroe musulmán, no vaya a ser el precursor de los aviadores que destruyeron el World Trade Center.
Aquella noche llegué a casa con el alma enfurecida por el crímen de la ignominia. Dormí poco. Mi mente seguía asistiendo los vuelos de Ibn Firnás en el Valle de Ruzafa. Cuando clareó la mañana y se encendieron, con las luces del alba, los telediarios, hubo revuelo en casa. Pero el revuelo también alcanzaba la calle El Pocito, donde vivíamos. Había sucedido algo grave. Aquella madrugada el mundo despertó sin inocencia nuclear. Nunca lo olvidaré, aquél miedo apocalíptico que siente un niño ante tal noticia: ¡Bye bye Chernobyl Y todos rezábamos para que aquél humo que se elevaba hasta el cielo no nos alcanzara a nosotros.