Llegamos temprano para elegir butaca. Una sala repleta de ideas e ideales nos esperaba. Una historia conocida pero muy poco contada en las pantallas de los cines. Nos sentamos con la premonición de que la espera valdría la pena. Y así fue.
Hoy mismo, dos candidatos a la presidencia de la República asistían al cine para degustar la película de Laura Astorga (Directora y co guionista). José María Villalta Florez-Estrada (Partido Frente Amplio) en la tanda de las 7:00pm en Lincoln Plaza, Moravia. Y justo en la butaca que tengo detrás, nos acompaña Luis Guillermo Solís (Partido Acción Ciudadana), en la sala 2 del Mall San Pedro.
Probablemente los primeros minutos de la historia, contada a través de muchos silencios infantiles de dos hermanas, constituyan las escenas más rápidas, con un toque de adrenalina. Una pareja intenta cruzar la frontera entre Nicaragua y Costa Rica en plena década de los 80. Las zonas cercanas a la frontera han sido tomadas y la pareja, que viaja con sus dos hijas pequeñas, logra a duras penas regresar a Costa Rica. Su misión: establecer una base clandestina de apoyo estratégico a la Revolución.
Claudia (Valeria Conejo), lo entiende todo. Se le nota en la mirada, en sus manos y en su colección de prendedores. Ella es la hija mayor de la pareja. Son 9 años de una niña que no solo intuye lo que está pasando, sino que lo encarna, se ha involucrado. Sus padres quizás no lo han notado, pero su hija mayor ha abierto los ojos bien grandes.
Mucho me temo que lo que Claudia comprende con toda claridad, muchos de los espectadores ignoren en profundidad. La historia se cuenta desde una despreocupada presunción de que los detalles del contexto histórico son de buen conocimiento en la sociedad costarricense. De tal manera que la narrativa tiene un doble acierto y un doble riesgo. Acierta en el misterio, en la constante tensión del qué será lo que sucede y la consecución de pistas que nunca permiten desentrañar la verdad. Acierta, por otro lado, en la obviedad sencilla y lapidaria que encontrarán aquellos que, como Claudia, guarden su propia «colección de prendedores». El primer riesgo asalta al primer espectador, al que necesita más contexto, es el riesgo de no masticar con justa profundidad el peso histórico de lo que se narra. El segundo riesgo apunta a los más enterados, aquellos que reclamarían más datos históricos como forma de sacarle el herrumbre, por fin, a la desmemoria del tico.
Valeria Conejo (Claudia) es sin duda una protagonista adecuada. Es posible entrar en ella y sufrir con ella, desde su risa natural, hasta su lágrima furiosa frente al piano de María Marta López, reclamando su lugar en el coro de la escuela.
La repetición incansable de la palabra «chiquitas» en boca de Felipe (Fernando Bolaños), el padre de las niñas, empaña sus escasos diálogos, ya carentes de intensidad empática.
Es admirable el cuidadoso bordado de iconos que hablan con una coherencia vehemente durante toda la cinta. Se van sucediendo de forma constante y ordenada. Cuadros, pinturas, objetos de todo tipo, prendedores, la matrioska. Es el lenguaje de los símbolos que se torna mucho más descriptivo y poderoso que los diálogos.
«Es prohibido huir» la primera regla que escribe Claudia en el cuaderno, en el que sueña la fundación de «los pioneros», que no hay en Costa Rica. Es la frase más frontal de toda la película. Es el grito, es el clamor y es la ley verdadera de la vida. Es el grito de los que «se dan cuenta¨, como Claudia. Es la tediosa historia de los prendedores, que van desapareciendo con el poder de la decepción. Pierden el valor de la convicción y de la utopía. Se decoloran irremisiblemente ante la traición de su mamá. La siguiente frase lapidaria también es de Claudia. Al responder a la pregunta ¿tu mamá traicionó a tu papá por otro hombre?, sus ojos bien abiertos saben responder correctamente: «No, por otro país».
La música es otro punto fuerte de la obra. Justamente es la música la que con más coherencia nos habla. Las canciones rusas, soviéticas, de las niñas, ateas, alegres, con visión utópica y esperanzada. Casi como un leit motiv, podemos corear con ellas la hermosa canción compuesta por Arkady Ostrovsky y escrita por Lev Oshanin en 1962 (https://www.youtube.com/watch?v=a22Dev3XHsU). Que en castellano la apreciamos así:
Un cielo azul y un redondel
es el dibujo de un niño
y en una esquina del papel
escribe el niño después:
Quiero que haya sol siempre
que también haya cielo
que mamá siempre viva
que también viva yo.
Tú sabes bien, amigo fiel
que paz el mundo desea
y en toda edad el corazón
canta la misma canción.
Quiero que haya sol siempre
que también haya cielo
que mamá siempre viva
que también viva yo.
Esas canciones soviéticas dialogan constantemente con la música sacra del conservatorio. Irrumpe, con solapada urgencia, una discusión teológica. Claudia, junto a sus dos amigas de la escuela, nos dan una lección demoledora. Una lección que nuestra sociedad necesita escuchar y practicar. Una niña atea, con esperanza, una niña evangélica, con una fe conciliadora y una niña católica pueden creer juntas, cantar juntas, tener esperanza juntas y hasta elevar plegarias juntas, sin juzgarse ni imponerse. No se imponen los credos ni las ideologías, la aceptación total y el respeto absoluto a las diferencias son un tesoro de esta película. Ellas 3 configuran una comunidad que abraza, de forma natural, una ecumene esencial que crea vida. No es así para el padre de la niña evangélica, su intolerancia ignorante lo lleva a pretender la exclusión de su hija del coro «porque cantan música sacra», que para el universo del evangélico más legalista representa al catolicismo, contra el que hay que luchar. Su hija no debe cantar música que él perciba como católica, la contamina, la confunde y hasta podría ser pecado.
A nivel de desenlace, el cambio forzado de la ropa de Claudia, humillante, degradante, una violación de la voluntad. Violación constante a la que se ven sometidas ambas niñas (¿también los padres?) durante todo el filme.
Una película que hay que recomendar.